Es uno de esos días raros en Melbourne, lo que los lugareños llaman Cuatro Estaciones en un Día (Four Seasons in One Day). Hace calor, y luego frío, y después llueve, y más tarde hay nubes y cuando parece que va a asomarse otra vez el sol, se encapota de nuevo el cielo y sopla un vientecillo traicionero, de esos que terminan colándose en el cuerpo y cuestan enfriamientos. Snif, snif, snif, suenan las naricillas en las tribunas al absorber. Así que el partido empieza de la mano, raro también, y las cañas se repiten y Alcaraz, sin mangas, veraniego, se encuentra con un Lorenzo Sonego osado y respondón, de piernas larguísimas y golpe profundo, que propone con sus tiros planos y que le tutea hasta que, por fin, termina cediendo. La goma se rompe (6-4, 6-7(3), 6-3 y 7-6(3), tras en 3h 25m) y el español, pues, comparecerá en la tercera ronda de Australia. Eso sí, está cabreado, golpea la red; pocas musas en esta ocasión. Se medirá el sábado con el chino Shang Juncheng, el 140º del mundo y superior al indio Sumit Nagal (2-6, 6-3, 7-5 y 6-4).
El día, lo dicho, va describiendo curvas desde primera hora. La número uno, la polaca Iga Swiatek, sufre lo indecible para rendir a la estadounidense Danielle Collins, 4-1 y saque por encima en el tercero, al final derrotada; también lo hace el alemán Alexander Zverev, que resiste a la inesperada tormenta que le plantea Lukas Klein, a todo o nada el eslovaco: 80 ganadores y 83 errores no forzados, casi nada; el noruego Casper Ruud emplea otros cinco sets para seguir adelante ante Max Purcell, de modo que lo que parecía criba queda en poca cosa, mero amago, sustos varios, y el teórico trazado del español sigue salpicado de los obstáculos propuestos por el sorteo. En cualquier caso, sigue Alcaraz desprendiendo esa sensación de que lo que vaya ocurriendo está fundamentalmente en su mano, para bien o para mal, y este jueves la historia va por ahí otra vez.
Sonego, de 28 años y 46º en el listado, aprieta, insiste y se revuelve, lo negocia todo; pega con intención y decisión, pero el desarrollo depende sobre todo de su mayor o menor inspiración puntual. Va Alcaraz a tirones, a veces un tanto perezoso, como si supiera que llegado el fuego, podrá subir de piñón y el talento desbordante que tiene en la raqueta le salvará de un modo u otro. Así sucede. No tiene ritmo el duelo, se deciden los puntos en pocos golpes –solo diez intercambios por encima de los nueve– y el rival –por eso de seguir el guion de lo raro– intenta una genialidad por el costado de la red, tipo Roger Federer; el suizo sorteó la malla magistralmente en Nueva York, hace seis años ya, por el exterior, pero la trayectoria choca esta vez con el poste. El genio y los demás, ligas diferentes. El público aussie agradece el intento, en todo caso; cualquier día es bueno para evocarle.
El turinés no es un mero asistente y su apuesta encuentra premio en el segundo parcial, cuando las idas y venidas del español la hacen resbalar en el tie-break. Convierte Sonego, se gira retador y mira a su banquillo, jugador ya bregado y con experiencia. Orgulloso guerrillero. No convienen los despistes. Así que, azuzado por los miembros del banquillo, se enmienda enseguida Alcaraz, ahora sí incrementando la marcha y sacando el puño, luciendo esas piernas de canguro que le permiten llegar a todo y que no tienen comparación hoy por hoy. No está demasiado fino en el toque ni en la volea, se equivoca varias veces en la interpretación, obligado además a correr y correr, boquea todo el rato. Pero tiene el control. Suficiente. Le basta con equilibrar: 43 tiros definitivos (12 aces) y 34 errores, por los 37 y 48 del adversario. Le aplaude y le choca la mano cuando se inventa una virguería en la volea. Mejora respecto al estreno del martes en términos de mordiente, al convertir al cuarto intento –nueve necesitó ante Richard Gasquet– el primer break. Y progresa, que a fin de cuentas esto es un grande y el éxito final exige pasar por todas las estaciones, al igual que la ciudad.
Es un día raro en Melbourne, donde los periodistas ingleses y los allegados internacionales caminan cabizbajos tras haber perdido repentinamente a su colega Mike Dickson, pelirrojo, corbatas y manos en los bolsillos, muy british. Un clásico. 59 años, 38 de ellos contando el deporte. Las nubes hacen trastadas, va y viene la luz, va y viene la inspiración. Contagiado, Alcaraz resiste al desafío y cierra positivamente un jueves de momentos.
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